jueves, 13 de marzo de 2008

De Tanzania a Cariño


Llevaba días yo en los que, entre recado y recado en mi faena, cruzaba las calles de Cariño mirando al cielo a la espera de noticias. La cosa parecía estar al caer.

Con el tímpano bien alerta, ese característico canto rechinante y suave era la señal. Hasta que ayer se me pusieron las orejas de punta a eso de las 14:00 horas. Ya estaban aquí, puntuales como un reloj suizo.

Las últimas temporadas habían hecho del 14 de marzo su fecha de arribada, aunque el pasado año 2007 lo hicieron el 11 del mismo mes. Ayer, día 12, la historia se repitió.

Al lado de ese antiguo almacen marinero semiabandonado en el que tantas y tantas aves jóvenes se han criado, ayer se perseguían dos ejemplares en acrobáticos vuelos acompañados de estridentes reclamos. Pronto se posarán en ese cristal roto de la vidriera -que emplean como puerta de entrada al local- para marcar el terreno con toda una suerte de llamadas, trinos y gorjeos.

Desde niño me ha llamado la atención el verlas entrar a velocidades de vértigo por ese minúsculo orificio -que no permite el menor margen de error en la maniobra- con esos insectos atrapados al vuelo en sus picos. Después, un silencio de escasamente un par de segundos seguido de un alboroto esperpéntico, sólo propio de quienes tienen una hambre voraz y esperan la llegada de la pitanza.

En alguna ocasión las he visto también guarecerse de las garras del alcotán o del gavilán gracias al ventanal, teniendo las rapaces que corregir sus trayectorias en el lance de manera estrepitosa para no acabar sus días estampados contra el muro encalado.

También han sido muchas las crías que saliendo por el pequeño cristal han visto el mundo exterior real, aquel que existe más allá de esas vetustas paredes.

Pero lo que realmente me ha hipnotizado en no pocas ocasiones es el efecto que el viejo edificio provocaba en el canto del inquilino, quien situándose en el filo de la vidriera miraba la gente pasar mientras las paredes amplificaban la potencia de sus estrofas como si de un palacio de la ópera se tratase.

El tenor en su particular Teatro alla Scala cariñés, que poco tiene que envidiar al piamontés de Milán, todo sea dicho de paso.

Con el tiempo uno se fue dando cuenta de que esas golondrinas, a las que no les molesta el olor a mar que rezuma de las paredes de su residencia estival, nos alcanzaban año tras año después de superar todo tipo de vicisitudes en el hostil territorio africano.

Kilómetros y kilómetros a sus diminutas espaldas, sobrevolando leones en las praderas del Serengeti tanzano, esquivando las tormentas de arena del Sáhara o haciendo frente al temido Levante del estrecho de Gibraltar.

Al final, a uno cuando era crío le quedaba fijado en la retina el verlas entrar por ese pequeño cristal roto, sin reparar en hecho de que habían aparecido de la nada como por arte de magia, ni sospechar de sus aventuras y desventuras previas, o sin recrearse en las calamidades que la pequeña anduriña había sufrido para conseguir tan sólo eso: entrar a esa nave con olor a pescado otro 12 de marzo más.

A buen seguro que en otra nave, en otros galpones, graneros o aleros conoceréis a esa pareja de golondrinas que desde niños os han anunciado la llegada del buen tiempo.

Las mías ya están aquí.

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