jueves, 3 de julio de 2008

Subida a las cumbres cantábricas


Mañana de lunes. El cielo se presenta revuelto, como si una enorme indecisión pesase sobre él… “¿aparto las nubes o no?”, parecía preguntarse.
Rumbo a Mieres, donde había quedado con mi colega Clemente, voy dándole vueltas al asunto meteorológico. El plan no es otro que ascender a uno de los techos de la cordillera cantábrica, así que la previsión meteorológica no era asunto baladí.

A eso de las 7:15 nos encontramos en el punto convenido, tomando Clemente la iniciativa de guiar la ascensión mientras yo le sigo en mi coche. Al poco de comenzar la subida al puerto de la Cubilla (25 kms. de rampas) una lucecita se enciende en el panel del cuentakilómetros de mi sufrido Saxo… ¡¡me quedo sin gasóleo, estoy en la reserva!!. Eso, además de extrañarme, me desconcertó ya que tenía la sensación de que venía con más combustible. Desde ese instante, un ojo y medio en la carretera –con unos desfiladeros que casi necesitarían de tres ojos- y el otro medio en la aguja del depósito de carburante.

A las 8 de la mañana llegamos al puerto, y tras un desvío arribamos a la falda de la pared pedregosa que pretendíamos.


Vista de parte de la cordillera, con Peña Ubiña como cumbre mayor (fondo izquierda).

Objetivos: gorrión alpino (Montifringilla nivalis) y el esquivo treparriscos (Tichodroma muraria). De rebote caerían otras aves no menos interesantes.

Casi al bajar del vehículo, aparecen las primeras sorpresas. Un macho de roquero rojo (Monticola saxatilis) se pavonea sobre un peñasco, mientras alondras, chovas piquigualdas y piquirrojas, así como bisbitas alpinos llenan el ambiente con sus sonidos.

En un momento dado aparecen volando un par de pajarillos. Sus características placas alares blancas y sus profundos aleteos no dejan lugar a la duda: una pareja de gorriones alpinos. Tras un pequeño vacile en su trayectoria acaban por posarse en la ladera ya soleada y comienzan a prospectar entre las hierbas. "Hay que desayunar", parecían decir.

Seguimos ascendiendo hasta situarnos frente al paredón, casi a 2.000 m.s.n.m., donde esperamos al treparriscos. Lo primero que se presenta a nuestras espaldas es un desaliñado rebeco.


Rebeco o sarrio en una ladera soleada.

El tiempo pasa entre observaciones de una familia de acentores alpinos (una pareja con dos pollos volanderos), pasadas de gorriones alpinos de tanto en tanto, vencejos ocupando las rendijas de la mole, etc…


Prunella modularis macho. Fotografía testimonial realizada a distancia y contraluz.

Hasta un osado buitre leonado se animó a amenizar la espera.


Gyps fulvus adulto.

A las dos horas y pico Clemente hubo de marcharse, no sin antes descubrir un buitre negro que nos sobrevolaba. Lo hacía casi al tiempo en que yo dudaba si afotar al roquero rojo –que seguía con su actitud narcisista- o a un cantor gorrión alpino. Me decidí por este último.

También un alimoche subadulto pasó cerca de mi, y muchos más buitres leonados. Del treparriscos ni rastro…

La cosa se animó más a eso de las 11:15, con el paso de una pareja de abejeros, un macho de cernícalo vulgar, una pareja de ratoneros, un águila calzada de fase clara (anda que tiene delito lo de aguililla…) y tres cigüeñas cicleantes.

Un macho de gorrión alpino posó como modelo para la foto mientras se acicalaba y marcaba territorio con sus trinos.



Montifringilla nivalis soleándose en una peña.

Ya era casi mediodía cuando la cosa decayó una barbaridad; la solana era de justicia y el “bronceado obrero” que estaba cogiendo en los brazos no se podría catalogar precisamente de glamouroso. Con todo aguanté el tirón, y hasta tuve tiempo de hacer un pequeño video…


El reloj daba las 13:30h. cuando abandoné. No hubo Tichodroma, probablemente las aves se encuentren incubando a estas alturas del calendario. No pasa nada, en un mes nos vemos.

Al bajar me encontré con un ornitólogo astur -creo que Xuan Cortés- quien me comentó había observado otro Pernis apivorus y un Anthus campestris unos kilómetros más allá.

Bajando las primeras rampas del puerto me detuve cerca de una alta y empinadísima ladera donde, al parecer, un par de perdices pardillas habitaban regularmente. ¡¡Qué barbaridad de lugar!!.

La calor asfixiante de las 14:30h. –mal momento- y los verticales prados intercalados con brezales eran un desafío fuerte para mi -a todas luces mejorable- estado de forma, pero una vez allí... No se veían ni siquiera passeriformes cuando comencé a ascender. Tardé casi una hora en subir, y prácticamente otro tanto en bajar entre la vegetación, pero las Perdix no quisieron asomarse. Y no me extraña, vaya. Menudo sol de justicia, y que manera de sudar...

En fin, las especies observadas han valido mucho la pena, y los paisajes excepcionales. ¿Y qué pasó con el gasóleo? Pues que finalmente, unos 30 kilómetros después, logré alcanzar sin sobresaltos -pero muy justito- una gasolinera.

Volveré en un mes, no me rindo. Palabra.

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